Artículo publicado en el diario La Vanguardia el 7 de agosto de 1999
Texto: Manuel Trallero
Según una encuesta, la opinión pública española tiene a los periodistas en una pésima consideración. De entre diez profesiones dedicadas a servir al prójimo, la de periodista ocupa el penúltimo lugar, seguida tan sólo por los militares, que ocupan el último puesto; mientras que a la cabeza están los médicos y los maestros. A mí, la verdad, esta mala prensa de la prensa, y valga la redundancia, no me extraña en absoluto, conozco a muchos periodistas.
Unas de las cosas más bestias que han pasado en este país completamente inadvertidas han sido unas declaraciones de la señora Maria Àngels Feliu, la farmacéutica de Olot, que sufrió un largo y penoso secuestro, la cual afirmó sin mover un solo músculo de la cara que el sufrimiento que habían provocado los comentarios aparecidos en los medios de comunicación habían sido mayores que los causados por el prolongado cautiverio, para añadir que qué suerte había tenido del apoyo moral que le había brindado la Guardia Civil. ¡Toma castaña!
Ustedes podrán argumentar, con toda la razón del mundo, que una experiencia traumática como la sufrida por la señora Feliu puede explicar ese estado de ánimo, pero también coincidirán conmigo en que no deja de ser significativo que estas palabras no hayan merecido el menor comentario del Collegi de Periodistes, del sindicato.
El periodismo vive en este país todavía subido en la nube, en la misma nube que llegó con la transición y los primeros años de la democracia, cuando los medios de comunicación tuvieron un papel, a la vez que decisivo, a todas luces excesivo. El endiosamiento, el paulatino alejamiento de la realidad y el gremialismo de la profesión son indescriptibles; la capacidad de autocrítica es casi inexistente. La cosa en ocasiones adquiere ribetes cómicos que rayan el ridículo más espantoso cuando, por ejemplo, bajo la defensa del sagrado derecho de expresión lo único que se esconde son los intereses personales más materiales y prosaicos, alejados de cualquier posible idealismo. Como le oí decir en cierta ocasión a Josep Cuní, de la misma forma que los políticos son responsables de la política que se hace en este país, los periodistas también lo son de la prensa. Y yo añadiría que, a la vista de lo que está sucediendo, la cosa no está como para tirar cohetes de alegría. El último capítulo de este serial esperpéntico lo ha protagonizado la señora Julia Otero, a quien la empresa para la cual trabajaba ha decidido, por los motivos que ella sabrá, no contar más con sus servicios. Acto seguido, la señora Julia Otero ha sido noticia -¿desde cuándo las cuitas de los periodistas son noticia?- y no ha dejado de aparecer en todos los periódicos que tengo a mano, convirtiéndose su cese, despido o recesión de contrato en un tema recurrente, en una verdadera serpiente de verano.
Ya pueden quemarme vivo en la hoguera o tenderme al sol para que se me coman poco a poco las hormigas, porque no consigo entender a qué demonios viene tanto escándalo y tanto aspaviento. En un país como éste, en que tantos y tantos españolitos se han quedado de la noche a la mañana sin trabajo, en que los han puesto tan ricamente de patitas en la calle y les han dicho aquello tan bonito de espabílate como puedas, el notición de la señora Otero constituye cuando menos un flagrante agravio comparativo con los miles de ciudadanos que han vuelto de vacaciones y se han encontrado con que la empresa para la que trabajaban ya no existía. Eso sí que es "agostidad", como no se cansa de repetir estos días doña Julia.
Por lo visto, esta historia de la libre empresa y la economía de mercado nos parece a todos de mil periquetes, nos hace muchísima gracia cuando el viento va a favor, cuando todo nos va de cara. Ahora, en cuanto las cosas se tuercen, todos, por lo visto, nos reconvertimos a la planificación soviética y queremos la seguridad del funcionario o la canonjía vitalicia de cuando todavía se practicaba sobre la faz de la Tierra el derecho de pernada. A nosotros, que no nos toque nadie ni un pelo.
Estoy hasta el mismísimo gorro de las estrellas, las estrellitas y sus cuentos de la lágrima. No me dan ninguna pena. Lo siento.