Diario Córdoba, 15 de noviembre de 2004
OCTAVIO SALAZAR
"Para ser popular uno tiene que ser mediocre" (Oscar Wilde)
Fui uno de los varios millones de oyentes a los que Julia Otero tenía embrujados con sus tardes de radio. Me sentí huérfano cuando callaron su voz. Por incómoda y excesivamente plural. Algo difícil de soportar para hombres de cerebros rectilíneos y demasiado condicionados por la erótica del poder. Esperaba su vuelta. Deseaba que sus "cerezas" me reconciliaran con una televisión que provoca que el herpes, que habita en mí en estado latente, se haga manifiesto ante tanta mierda que, para mi sorpresa, hace felices a audiencias millonarias. No cabe duda de que, en comparación con el resto de la programación, "Las cerezas" es un oasis donde al menos los invitados son profesionales, en el que se habla sin gritar y donde uno puede reencontrarse con un tempo que los realizadores de televisión parecían haber olvidado. Ahora bien, un programa no puede sostenerse sólo en una determinada atmósfera o con la dotes, por más indudables que en este caso sean, de la presencia que lo guía. Un programa, que además como en este caso pretende ser la gran apuesta de la temporada en la televisión pública, necesita llenarse de contenidos. Es decir, y por utilizar un símil tan socorrido en esta legislatura, necesita no sólo "talante" sino también "talento". Y aquí es donde "Las cerezas" se hunden en el fango. En el fango de la banalidad. "Las cerezas" es la metáfora más evidente de la brillantez superficial y de la ausencia de compromiso que parece representar lo "políticamente correcto" en nuestra sociedad, en la que han acabado por imponerse los discursos blandos, el centro inanimado, la levedad de los argumentos. Una adolescencia permanente que nos hace tontamente felices. Así me he sentido yo los martes cuando Julia ha pretendido ponerse seductora desde la pantalla y ha caído en el más espantoso de los ridículos. El mismo que los intelectuales progres critican de "programas basura" en los que, al menos, está claro el producto que nos ofrecen. Yo, con Julia Otero, me he sentido engañado. Porque me lo han pretendido vender como la gran apuesta de una televisión de calidad y he encontrado el vacío envuelto en papel de celofán. "Las cerezas" vienen a ser la metáfora del progre que en este 2004 ha vuelto a creerse el rey del mambo. El cínico que es capaz de mantener dobles discursos, lanzar eslóganes sin recato y vivir, o pretenderlo al menos, como el vecino de derechas al que siempre consideró menor intelectualmente hablando. El que votará que sí a la Constitución europea, aún sin leerla, porque lo manda el partido, o el que tragará sapos y culebras con tal de salir en la foto, en cualquier foto, donde pueda lucir la última corbata de marca que le ha regalado su señora. Julia Otero se ha apuntado al glamour de la señora progre que posa en el Vogue. Al de la pija de izquierdas que desaprovecha una entrevista con Javier Bardem cayendo en los mismos tópicos que ella antes había recriminado a sus compañeros varones. Sus mesas repletas de grandes profesionales han venido a ser más o menos como los debates de "Crónicas marcianas". Ha cambiado la categoría de los invitados pero no el vuelo. Mucha sonrisita, buen rollito, pero poco más. En la línea de lo que demanda el mercado: productos que acaricien y no revuelvan las tripas, emociones que nos fustiguen momentáneamente pero que no dejen poso capaz de activar alternativas, sentimientos facilones y aptos para ser digeridos por las masas que siguen entusiasmadas al flautista de Hamelín. El mismo que nos lleva como borregos "Mar adentro" o que nos convence del magisterio del "Código da vinci". Lamento que Julia Otero haya aprendido a tocar la flauta. Yo pensé que en el cesto de las cerezas iba a encontrarme a la mujer comprometida y lúcida que me hacía pensar y cuestionarme mis opiniones. Lamentablemente sólo me he encontrado una muñeca rota más en el circo que para salud de nuestras mentes y de los presupuestos generales del Estado deberían cerrar de por vida.