El País, 1 de febrero de 2003
Pilar Rahola
La muerte de un niño es seca, y corta como una daga afilada las emociones, las palabras, el tiempo. El tiempo se para, suspendido en su crueldad incomprensible, azotándonos con su indiferencia de siglos. Y una se queda ahí, ante ese féretro blanco y pequeño, con su cuerpecito inerte que horas antes contuvo tanta energía, tanta vida, una se queda ahí, sin entender nada. Su nombre resuena en los llantos de la estancia fría y tan cálida a la vez, donde una gente nos reunimos para decirnos que, a pesar de todo, existe el amor. ¡Valentina! Unas fiebres, una infección que galopa más rápida que las manos urgentes de unos padres, unos médicos que luchan y pierden, y un corazón que decide pararse antes de tener derecho a pararse. Y la vida vuelve a ser tan frágil como es, a pesar de nuestro engaño. La vida de un niño que justo empezaba a vivir, tan eterna, tan verdad, tan fuerte y, sin embargo, tan débil. ¡Cómo vamos a entender a la muerte, si nos niega hasta la palabra, forjadora de abismos de miedo y rabia!
Valentina vino un día del frío. Había nacido en la zona del mundo donde no hay derecho a nacer, sus cartas marcadas, la rueda del destino grabada con los trazos del hambre y la marginación, la soledad de un niño sin nadie. Pero esa extraña fuerza que es el amor de un hombre y una mujer, uno más uno sumando mucho más que dos, esa fuerza que salta obstáculos y dinamita fronteras, y se pelea contra el destino y lo vence, esa fuerza indómita la encontró en un lugar sin nombre de la Bulgaria sin mapa, y luchó por ella contra el mundo, y ganó. Y Valentina aterrizó en su habitación nueva en su casa nueva con esa familia nueva que de golpe era su familia y su derecho a tenerla. Conoció el amor. Y dio amor. Y su año de vida finalmente vivida fue un año intenso, denso, feliz. De ello hablaba su abuela María Rosa, de la felicidad compartida, tan verdad cuando es verdad. De ello hablaba la tieta Carmina, que agradecía a Valentina lo mucho que le había dado, tanto como le había enseñado. De ello hablaba Ramon, tan fuerte en su desespero, tan tremendamente frágil en su fuerza. De ello lloraba silente su madre, Mari Carme, la mujer más bella del mundo en ese espacio de fealdad profunda que es el espacio de la muerte. De ello hablaba el día, hiriente y hueco. ¿Puede ser bonito un entierro? Y lo era, a pesar de todo, la música, si em dius adéu..., las pocas palabras, los silencios suspendidos, nuestras miradas de niños, otra vez asustados como cuando teníamos miedo a la noche, nuestros abrazos de verdad, la liturgia del amor, que nos unía más allá de la soledad. Ramon dijo que Valentina había encontrado una familia en cada uno de nosotros. Su generosidad fue excesiva. Pero Valentina, en cierto sentido, en ese paisaje de miedo, y rabia y belleza, su belleza, nos convirtió en algo parecido a una familia.
¿Qué es el recuerdo? Nos aferramos a él cuando el pasado inunda nuestro presente de ausencias. Escribe Joan Margarit en su delicada Joana: "La teva mare em diu: tu i jo, de tant en tant, ho perdem tot". Y añade: "Desembre. L'últim desembre amb tu. Després buscar dintre de mi la teva veu perduda". Quizá sí, quizá el recuerdo es la voz perdida, hallada en el interior de nuestra voz, el eco.
Ya sé que no debería, pero miro a Ada cuando llego a casa. Un terror frío recorre mi espina dorsal. ¡Puede ser tan vulnerable algo tan perfecto! Puede, pero negarlo forma parte de la vida, porque la vida quiere vivir, a pesar de tantos desmentidos. Y estas niñas como Valentina y Ada, que han sido tan resistentes en sus cunas de negación, sin campanitas de Navidad, ni cuentos de Peter Pan, ni cancioncitas para dormirse, ni abrazos que acariciaran el miedo, fríos los días, frías las noches, estas niñas que una vez ya vencieron a la muerte, ¿qué hacen muriéndose de golpe, allí donde ya las cuidan, ya les cantan a sus miedos, ya las abrazan, ya tienen campanitas sus árboles de Navidad? ¿Qué hacen muriéndose allí donde ya las aman y aman, ellas que tanto lucharon por ser amadas? Mi Ada, nuestra Valentina, las niñas del mundo sin hadas... El hada Valentina...
Nos miramos conocidos y desconocidos en el recinto donde Valentina nos dice adiós. Saludo a una Julia Otero casi ausente, lejana en su dolor. ¡Qué gran gesto estar al lado de su compañera, piel a piel, y olvidarse de esas cosas de la profesionalidad y otras imbecilidades que le habrían impedido amar. Amar de cerca. Como quería y debía. Hay momentos en que la profesión, la rutilancia de la responsabilidad, hasta la fama, son cosas tan minúsculas. Esos extraños momentos son los de la clarividencia. Acaricio su mano, en un gesto fugaz pero intenso. Y el tiempo se para, como sólo se para cuando tenemos el interior del alma hecho trizas. Amar es el único verbo realmente noble del diccionario. De él surgen los otros grandes verbos de la vida. Y el amor que generó Valentina fue de los que no tienen puertas escondidas, ni misterios, ni trampas. Limpio como sólo es limpia la infancia.
Me dice su padre, en ese momento de abrazo extraño y doloroso, cuando me acerco con todo el miedo del mundo a decirle no sé qué, ¿qué?, me dice: "Pilar, cuida a tus hijos". Cuidarlos... En la vida nadie podrá cuidarlos tanto como esta pareja de padres magníficos, resistentes a casi todo, feroces guerreros de la batalla del amor y, sin embargo, derrotados. La muerte juega con nuestros sentimientos, tan ferozmente grotesca que ni tan sólo pide permiso a una niña pequeña, de nombre grande, que un día había conseguido derrotarla. La muerte, esa gran enemiga.